Una noche en la camioneta
- Víctor Gómez
- Sep, 07, 2009
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Al término de una reunión regular de maestros de escuela de las seis comunidades aché en la comunidad de Puerto Barra, me tocó transportar a unos diez maestros de Ypetimí de regreso a su comunidad (fui designado como «transportista oficial» de Ypetimí para estos encuentros…). Fue un día de mucha lluvia, los caminos con mucho barro, con camiones atravesados que dificultaban el paso. En el camino pasé por una bajada bastante empinada, donde por lo general en día de lluvia es bastante complicado transitar en sentido contrario, es decir, en subida. Allí encontramos un camioncito empantanado. Pensé: «hmmmm, a la vuelta será dificil subir, quizás me quede empantanado…» Seguimos, pero la imagen del camioncito quedó en mi mente trayendo cierto temor de que me sucediera lo mismo.
Todo fue excelente hasta llegar a Ypetimí (85 kms. de Puerto Barra), la camioneta iba bien pesada, no tuvimos inconvenientes sino sólo en un pequeño valle donde corre un arroyito. Allí la camioneta resbaló y apuntó directo a una hondonada, pero los frenos funcionaron bien y pudimos retomar el camino sin dificultad. Eran las nueve de la noche cuando llegamos. Dejé a los maestros y emprendí el camino a casa.
Recorrí de vuelta prácticamente 50 kilómetros hasta que llegué al lugar donde estaba el camioncito. Tomé velocidad en la bajada para poder subir con buen impulso el lugar complicado. Pero desafortunadamente una camioneta venía bajando en sentido opuesto al mío, coleando debido al barro. (Se supone que el que sube tiene prioridad, el que baja puede detenerse, ya que la gravedad lo ayuda para no empantanarse…). Tuve que frenar en plena subida para dar paso al vehículo que descendía. Al intentar mover mi vehículo luego del paso del otro, no avanzaba ni para atrás ni para adelante, y lo resbaloso del camino me llevaba indefectiblemente hacia el costado derecho, donde un zanjón me esperaba amenazante. Quité el pie del acelerador para repensar la maniobra, pero cada vez que intentaba mover la camioneta era moverme diez o 20 cms. hacia la derecha, hasta que sucedió lo predecible: caí en el zanjón. Allí tuve el panorama claro: pasaría la noche en ese lugar. Miré el reloj y eran cerca de las diez y media, la neblina comenzaba a caer muy densa, de a ratos ráfagas de lluvia se oían en el techo de la camioneta. La temperatura comenzó a descender.
Salí del vehículo para ver si podía encontrar señal de celular ya que en esa hondonada no lo había. Subí un terraplén y conseguí un par de líneas de señal, pero sin embargo no pude hablar. Caminé en subida unos trescientos metros y subí nuevamente el terraplén hasta que tuve tres líneas de señal, allí llamé a Cristina para informarle que esa noche no la pasaría en casa, y que intentara llamar a la grúa del seguro. Lo hizo. Luego el conductor de la grúa me llamó para preguntar cómo llegar desde Ciudad del Este. Luego de varias llamadas, decidí volver a la camioneta, ya que los lugareños que vivían en un pequeño poblado a un kilómetro y medio de donde me empantané no abrieron sus puertas cuando yo llamaba: un extraño a las 11 de la noche golpeando la puerta, mejor no complicarse la vida.
Una vez en el vehículo, me acomodé lo mejor posible en el asiento trasero para dormir. No pude debido al frío, pero recordé que detrás del respaldo tenía un par de pilotos de plástico que usamos en nuestra visita a las cataratas. Ese piloto me dio calor y me protegió de un seguro resfrío. La grúa nunca llegó. Me dije: «¿Qué tengo que hacer una fría noche de lluvia durmiendo con frío, hambre y extrañando mi hogar, dulce hogar?» Sabía que de mañana conseguiría ayuda y todo quedaría como una anécdota, pero igualmente fue un momento desagradable.
A la mañana siguiente, cerca de las seis, llegué nuevamente al pueblo para preguntar por un tractor que pudiera sacarme a mí, al camioncito, y a otras dos camionetas que intentaron subir pero que quedaron también empantanadas en el zanjón. Caminé un par de kilómetros hasta dar con el tractorista que aceptó venir en mi ayuda. Viajé en la parte trasera del vehículo de regreso a mi «camioneta-dormitorio» y al llegar coloqué el cable de acero en el gancho de remolque de la primer camioneta que había quedado delante mío. El poderoso tractor la sacó en el primer intento como un niño quien tira un juguete con un hilo. Luego volvió y enganché el cable en el gancho de mi camioneta. Tiró de la camioneta sin titubeos hasta que terminó la subida. Allí, al despedirme, me dí cuenta de que no había sido sólo un favor sacarme del barro, el tractorista me pidió 100.000 guaraníes (20 dólares), o el equivalente a dos jornadas de trabajo… Pero bueno, no tenía todo el dinero pero le prometí que pasaría otro día para completar el pago, cosa que hice la semana siguiente en uno de mis viajes a Ypetimí.
Todo ese día me pregunté si las penurias de aquella noche valieron la pena, o si sólo se trataba de un sufrimiento de un fanático o de un hombre ingenuo que sufría por haber hecho un favor a otros. Vino a mi mente las veces que pasamos penurias al tratar de sacar del barro la camioneta en los caminos entre las comunidades de Canindeyú, o las incomodidad de no contar con baños modernos durante nuestras jornadas en las aldeas, especialmente cuando iba con mi esposa o con mis hijas, o las noches pasadas en las casas de nuestros traductores nativos tirados por el piso en colchones de camping rodeados de espirales para evitar los mosquitos, jejenes (mbarigüi), moscardones y otros insectos varios que dudo que alguien alguna vez los haya clasificado científicamente en su totalidad…
Me vino la imagen del apóstol Pablo, sufriendo persecución, apedreamiento, amenazas de muerte, hambre, naufragios, etc., en sus viajes misioneros y sentí un alivio. Los sufrimientos de nuestro trabajo no son al punto de estar en peligro de muerte, pero igualmente la figura de Pablo me fue de ayuda y ánimo. Pero luego pensé en Jesús, quien fue el ejemplo supremo de sufrimiento y entrega, no sólo por un pueblo de 1.500 habitantes, sino por todos los pueblos del mundo. ¿Qué es un empantanamiento o una noche incómoda debido a los insectos ante una muestra tan grande de entrega total demostrada por el Hijo de Dios? Allí sentí que la penuria de una o varias noches fue totalmente justificada: lo había hecho por amor a la gente a la que ministramos con la Palabra.
Al compartir esta experiencia con los hermanos aché esa semana, se dolieron y se sintieron como culpables de lo que sucedió. Pero algo muy interesante fue que esta simple desventura nocturna me acercó más al pueblo al que sirvo.